más que nunca
Del encierro a la nada

¿Qué hay detrás de los muros? Es la pregunta que puede hacerse cualquier persona luego de haber atravesado una situación de encierro. Organización social y redes de apoyo colectivo es la única respuesta aparente frente a la ausencia del Estado. Distintas experiencias retratan cómo es el afuera cuando no existe contención y oportunidades, y cuál es el rol del activismo en la construcción de futuro.

Vimos la escena en mil películas. "Tenés cinco minutos para juntar tus cosas". El ruido de la puerta del penal que se cierra, y de vuelta a la calle. Débora la vivió en carne propia: nadie la estaba esperando afuera. Sola, no tenía plata ni ayuda para bancar a sus hijos. Fue a la casa de su familia, le dijeron que ella los avergonzaba. La mandaron a dormir a una obra en construcción que estaba por ahí cerca. Esa primera salida de la cárcel marcó la historia de Débora. Todas las que vinieron después fueron más o menos iguales.

La democracia argentina generó, entre otras cosas, una creciente población de personas que pasaron y pasan por diferentes encierros. No hay datos disponibles que permitan aventurar una cifra de cuántas y cuántos transitaron por esa experiencia en los últimos cuarenta años. Solo podemos decir que, al momento de escribir este capítulo, más de 110.000 personas están privadas de su libertad en las cárceles y comisarías argentinas. De ese total, más de 17.000 ya estuvieron antes en un lugar de detención1. El número de encerrades en manicomios es un misterio aún más insondable. Sabemos apenas que en 2019 se estimaba en unes 12.000, con un promedio de estadía de casi una década. Si además pensamos que los efectos del encierro alcanzan también, como círculos concéntricos cada vez más amplios, a hijes, familias y otros vínculos, la cantidad de gente afectada directa o indirectamente por la privación de libertad es impresionante.

El Estado apuesta fuerte al encierro. ¿Y después? Hay un problema en común que enlaza a quienes salen de la cárcel y del manicomio: ese Estado que durante un período de sus vidas (meses, años, décadas) les retuvo y privó de su libertad se esfuma cuando vuelven a la vida extramuros. No está ahí para que estas personas puedan recuperar su libertad en el sentido cabal de la expresión.

1 Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), 2021.

Cuando Débora salió, nadie le dio trabajo por tener antecedentes. Empezó a robar y a vender drogas. Volvió a caer. La segunda vez que salió, se acercó al Patronato de Liberados: "Mirá, la ayuda te puede empezar a llegar un año después de que te dieron la libertad". Otra vez a vender drogas. Al tiempo volvió a caer presa. Tras varios meses de detención, por primera vez un juez escuchó su historia, su desesperación, porque para ella salir era no saber qué hacer, si nadie le daba trabajo. El juez le dio prisión domiciliaria. Estuvo bien. Pero eso no resolvió sus problemas.

El estigma, las marcas, la desvinculación son características del encierro que se prolongan como secuelas en el desamparo que supone el posencierro. Con estas condiciones, el ingreso a una institución de este tipo implica el riesgo de volver a caer una y otra vez. Recaer, reincidir, reinternar es parte del sistema. La salida muchas veces es la antesala de una nueva entrada.

Azar o intemperie

Hace mucho, antes de estar en situación de calle, antes de la internación, Orlando tenía un oficio. Era artesano de piezas de madera que vendía en ferias. Tras varios meses de estar internado, empezó a participar del taller de carpintería que se dicta en el hospital. El profesor lo incentivó a trabajar ahí todos los días. Al tiempo apareció el psiquiatra y le dijo que estaba en condiciones de recibir el alta porque el tratamiento estaba funcionando muy bien. A Orlando le resultaba imposible imaginarse la vida fuera del hospital: ¿cómo iba a poder vivir?, ¿cómo sobrevivir solo, sin ayuda? En su internación vio volver a muchos de los que salían. Otros no se iban porque no tenían cómo, ni a dónde. Después de robarles la individualidad durante años, de pronto un doctor les dice que pueden volver a ser individuos, y que se arreglen.

Las personas que atraviesan una situación de encierro salen con muy pocas o ninguna herramienta que les permitan volver a una realidad extramuros y les ayuden a no regresar a la cárcel o al hospital. Cargan, además, con el estigma del antecedente penal o de la locura, cuyo registro les impide casi por completo acceder a un empleo formal. Si nos preguntamos entonces ¿cómo salen les que salen?, la respuesta es como pueden. Si nos preguntamos ¿a dónde salen les que salen?, la respuesta es que salen a donde pueden. Su situación es incierta. La posibilidad de romper con la fuerza de atracción que ejerce la institución de encierro depende casi en su totalidad de una mezcla de azar, compromiso y voluntarismo de trabajadores sociales o docentes, y de la posibilidad de recuperar redes vinculares previas.

Orlando sabía que casi nadie puede sostenerse afuera, básicamente por la falta de ayudas, excepto que tenga una familia que le banque. Por suerte, su profesor se ocupó de rastrear y ubicar a su hermano, al que no veía hacía veinte años. A pesar del tiempo, volvieron a vincularse. El hermano de Orlando lo fue a buscar el día del alta, lo alojó en su casa, lo acompañó al hospital cada vez que tenía que volver para el tratamiento ambulatorio. Además, hizo posible el reencuentro de Orlando con su hija mayor, con quien tampoco había tenido contacto durante quince años. Hoy Orlando vive de su trabajo de carpintero. Es ahora profesor en el taller del hospital, en el que antes fue alumno.

La historia de Orlando se puede contar como un proceso de avance hacia la autonomía, porque tuvo suerte y tuvo red.

En el manicomio, alguien lo vio entre los demás y se comprometió con él durante su internación y también a la hora de su salida. Un encuentro que tiene mucho de azaroso: hay miles de historias que no se pueden contar de esta manera y terminan de nuevo en el hospital. El camino de Orlando habría sido otro, mucho más duro, más triste, sin una familia que lo acogiera y sin las dos o tres personas que le tendieron una mano. Resulta difícil imaginar la ruptura del circuito cerrado externación reinternación sin esa intervención del vínculo personal que puede darse o no.

¿Qué ocurre cuando estos encuentros azarosos no se producen? Muches se quedan en el manicomio de por vida. Otres logran salir, pero quedan a la intemperie. A veces de manera muy literal: el destino puede ser la situación de calle, y la posibilidad cierta de volver a la cárcel o el manicomio, dependiendo de con quién se cruce primero, si la policía o el BAP, la agencia del gobierno de la CABA que debe asistir a quienes están en la calle.

Sebastián tuvo la mala suerte de no tener red y de que fuera la policía la que se cruzó en su camino. Cuando salió de la cárcel con la condena cumplida, no tenía lugar a donde volver. Primero vivió en un auto abandonado. Después se instaló en una carpa debajo de la autopista Dellepiane, junto con otres, invisibles para el Estado y la sociedad. Sobrevivía con la ayuda que le podían brindar a su alrededor: le regalaban comida, un poco de carne, pan, mate. Vivió así dos años. Un día, mientras iba a pedir para comer, lo paró una brigada de la Policía Bonaerense: "¿Sos Sebastián Rodríguez?". Sebastián tenía el mismo nombre y apellido que el líder de una banda que había intentado copar la comisaría de San Justo para liberar a sus compañeros presos. Era evidente que él no era el Sebastián que buscaba la policía. Pero no importó: estaba, según sus propias palabras, "muerto en vida". No lo escucharon los de la brigada, para quienes era más fácil y más útil dar el caso por resuelto. Tampoco lo escucharon los jueces, a pesar de que, durante el juicio, los propios integrantes de la banda declararon que él no tenía nada que ver. Sin red, sin apoyos y con su palabra totalmente devaluada, Sebastián fue condenado a cincuenta años de prisión. Estuvo cuatro años preso hasta que abogades y organizaciones comenzaron a visibilizar el escándalo que implicaba su caso. Por eso pudo reconectarse con su familia. En 2022, el Tribunal de Casación bonaerense revirtió el fallo y Sebastián recuperó su libertad.

La posibilidad de cortar el lazo con la institución de encierro queda librada a las capacidades individuales de vinculación o a encuentros azarosos. El problema es que esas redes y vínculos muchas veces ya eran muy débiles antes de perder la libertad. En muchos otros casos, el encierro termina de detonarlos. Dependen, entonces, para no volver a entrar de algo que ya no tenían.

Salir con el Estado en contra

El Estado debería diseñar e implementar políticas públicas que permitan reemplazar el sistema de salud mental centrado en la internación manicomial, por otro centrado en la vida en comunidad que ayude a las personas a vivir de manera libre e independiente. Pero estos recursos son escasos y los dispositivos de externación están colapsados, a excepción de algunas provincias. La escasez de este tipo de políticas públicas y la falta de presencia del Estado en el posencierro producen una desprotección que, lejos de fortalecer a las personas, las sostiene en una posición de vulnerabilidad. Es por ese abandono que alguien que atravesó el encierro solo puede acceder a los proyectos de vida que logró construir junto con sus propias redes y a los cuales en la mayoría de las ocasiones el Estado no aporta ningún sostén. Esto explica, en parte, que el retorno a la institución de encierro se constituya nuevamente, y perversamente, en una posibilidad cierta.

En el caso de la prisión, se supone que el objetivo del encierro es la "resocialización". Para lograrla, el Estado planifica políticas dedicadas al posencierro. Los llamados "patronatos de liberados" son las instituciones que deberían acompañar desde el último tramo del cumplimiento de la pena a les privades de libertad. Esto apunta a que la salida permita una reinserción social en un sentido amplio, que incluye desde lo laboral y económico hasta lo vincular y afectivo. Las trabajadoras del Patronato de Liberados de la provincia de Buenos Aires cuentan que la institución se sostiene con la voluntad de las trabajadoras sociales y no mucho más. En algunos municipios, cada trabajadora (son casi todas mujeres) debe hacer el seguimiento de 30, 40 y hasta 90 liberades. En estas condiciones, la labor es desgastante, y resulta materialmente imposible pensar en un acompañamiento eficaz.

Los programas sociales de acompañamiento son escasos. Les liberades corren detrás de los pocos cupos disponibles para cobrar algún ingreso que les permita componer una estabilidad mínima. Pero el voluntarismo no alcanza a cubrir las necesidades cada vez más agudas de una población cada vez más numerosa. La precariedad avanza sobre esta población: en 2020 el patronato comenzó a repartir bolsones de comida. Esta medida de emergencia iniciada durante la pandemia tuvo que ser mantenida en la pospandemia debido a la degradación de las condiciones de vida de les liberades. Hasta ese momento, el patronato nunca se había ocupado de dar comida. Los recursos, incluso esta asistencia alimentaria, son insuficientes y no hay para todes.

Las políticas punitivistas y las leyes de endurecimiento penal de los últimos veinte años que agravaron el hacinamiento carcelario claramente no tuvieron en cuenta la necesidad de expandir en la misma medida los recursos estatales para trabajar sobre lo que sucede después del encierro. Crearon, además, otro enorme problema: afectaron profundamente las formas de salir de la cárcel. Al negar las salidas previas al cumplimiento de la condena a casi todes les condenades, pisan por primera vez la calle sin haber tenido antes un solo contacto con el afuera. Alguien que estuvo años y años en la cárcel tiene ese primer contacto el día de su liberación. Sin instancias de adaptación, ni posibilidades de recuperar sus vínculos, de intentar buscar un trabajo, de moverse en la calle, de subir a un colectivo, tramitar y usar la SUBE, familiarizarse con el valor de los billetes. Entre las políticas de endurecimiento y la precariedad de los programas pospenitenciarios, el Estado ha erigido todo tipo de obstáculos para la resocialización.

Organizades

Abrimos este capítulo con la historia de Débora, de sus entradas y salidas. Fueron ocho en total. Ese loop se interrumpió recién después de su octava salida, cuando se cruzó afuera con Nora, una compañera de celda que había conocido en una de sus entradas anteriores.

Nora tuvo su propio calvario completo en la cárcel, incluido embarazo y parto en el hospital bajo la custodia del servicio penitenciario. Aún presa se volvió una referente por visibilizar vía Facebook muchas situaciones de vulneraciones de derechos que se vivían en la cárcel. Después de seis años y diez pedidos de prisión domiciliaria denegados, Nora salió. Se encontró con un panorama muy complicado. Su hija de 16 años estaba embarazada. Estaba desesperada buscando trabajo, pero ¿qué podía ofrecer en un CV? Su vida estaba marcada por la cárcel, su título secundario decía "Unidad 33", los cursos que había tomado los hizo adentro, también. Nadie la iba a emplear. Empezó a vender ropa en la feria de su barrio. Y siguió militando en temas de género, derechos humanos y derechos de las personas detenidas.

Un día uno de sus compañeros de militancia empezó a agitar la idea de armar una cooperativa de liberades. Ya que nadie les daba laburo y el Estado no les tendía una mano, decidieron generarse su propio trabajo. Ahí nació el Frente de Liberades. Nora se sumó sabiendo que la cuestión del trabajo es fundamental para quien sale de la cárcel y no tiene nada, porque es casi imposible conseguir un empleo o una changa. Pero, además, el Frente acompaña y contiene, porque para una mujer cuando sale "el primer problema no es el trabajo. A nosotras nos acompañan otras mujeres. Ellas son las que bancan los hijos. Cuando salís hay que reconstruir todo. Para los hijos es durísimo".

Tiempo después, un compañero del Frente le propuso que se sumaran al Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), porque ahí reconocían al liberade como sujeto de derechos y consideraban el trabajo como una cuestión central. Se enmarcaron así en la causa más amplia de la economía popular, una creación de los movimientos sociales para intentar dar algunas de las respuestas que el Estado no brinda, y mucho menos el mercado. Al entrar a un movimiento nacional, la rama de liberades ganó fuerza. Cuando empezaron en 2017 eran 10, hoy son más de 750 en todo el país. "Lo primero es ese reconocimiento como sujetos de derechos que no merecemos volver a la cárcel. Y que las mujeres puedan reconocerse como cuidadoras trabajadoras. Porque cuidar también es un trabajo". La militancia en la rama de liberades permitió, en primer lugar, el reconocimiento de las propias capacidades y desde allí "rescatar ese sueño en la vida que la cárcel destruyó, recuperando nuestros derechos".

Nora le ofreció a Débora incorporarse a uno de los talleres de formación que estaban dando en un barrio. La ayudó a obtener un subsidio. Después, empezó a trabajar en un comedor barrial como parte de la cooperativa de liberades. Débora aprovechó la oportunidad de tener trabajo. Nora la ayudó, la puso como cooperativista, le tiró varios centros. De nuevo, algo del azar, del encuentro. Pero esta vez con una organización detrás.

Nora dice que la organización demostró que "a la reincidencia la parás con inclusión". Con el tiempo, fue cada vez más evidente que quienes participan en las cooperativas no reinciden. La cárcel deja de ser una opción de vida. Pierde fuerza de atracción. En esto es clave el trabajo, pero también el acompañamiento. La organización tiene en cuenta el contexto personal y familiar. "Nosotros fuimos contando y dándole visibilidad a lo que hacemos, mostrando que la indiferencia estatal es violencia. Nos fuimos inventado una posibilidad en la vida". El Estado es indiferente por completo a este problema, por eso "la salida es colectiva". El Estado debería estar presente y las organizaciones acompañar, pero es al revés: "Hoy con nuestra lucha logramos el reconocimiento de un montón de derechos. Hicimos un avance enorme". Una cooperativa de liberades no es una empresa ni puede competir con las empresas, requiere ayudas. Es necesario al menos que el Estado acompañe este proceso, por ejemplo, contratando sus servicios.

En el campo de la salud mental, también hay procesos de organización de personas que pasaron por el encierro manicomial, y hacen toda la diferencia para muches. Por ejemplo, la Asamblea Permanente de Personas Usuarias de los Servicios de Salud Mental (Apussam). Se presentan como "personas usuarias" porque no quieren ser sujetos pasivos ni "pacientes" de nadie. Quieren participar de todas las decisiones de su vida, como las relativas a su salud y a los tratamientos, también del diseño e implementación de las políticas públicas dirigidas a elles. Estas vinculaciones permiten que les usuaries de servicios de salud mental puedan transitar sus tratamientos con otro nivel de participación e involucramiento, y atravesar las crisis de acuerdo con formas elegidas, conociendo los efectos de un tratamiento antes de firmar un consentimiento informado, entre otras cuestiones. Son prácticas que no suelen difundirse en el ámbito de la salud pública, pero que al conocerlas se hacen posibles si hay un grupo que sostiene y acompaña.

Cada vez son más las agrupaciones de usuaries de los servicios de salud mental, amigues, profesionales, militantes. Algunas de estas organizaciones son empresas sociales, que además de ser espacios de pertenencia y participación política, ofrecen posibilidades de inserción laboral. Orlando conoció una de ellas. Todas promueven otras formas de construir vínculos, de armar redes, de conectar el adentro con el afuera, combaten el estigma de la locura.

Velocidad de escape

Hay imágenes socialmente instaladas, como la de la puerta giratoria, o palabras del lenguaje de Estado, como la resocialización, la readaptación y la revinculación, que se desintegran cuando las contrastamos con la vida cotidiana de quienes salen de las instituciones de encierro. Si existe algo así como una "puerta giratoria", es la que funciona impulsando una y otra vez a las personas a volver a entrar a las instituciones de encierro. En la configuración actual del Estado, en sus prioridades y partidas presupuestarias, la resocialización es un concepto de política ficción.

Se denomina "velocidad de escape" a la que deben alcanzar los cuerpos para romper con la fuerza de atracción gravitatoria que ejerce sobre ellos un cuerpo mayor. Cada vez más personas se encuentran atrapadas en un campo de gravedad que las atrae una y otra vez al encierro. Giran alrededor de él hasta que vuelven a caer. Los distintos gobiernos, que buscan exhibir un máximo de presencia con el despliegue de sus sistemas de encierro, después se desentienden de los avatares de esas vidas. No ofrecen recursos, no llegan. Hay un Estado blando que no tiene la fuerza para quebrar la atracción que ejerce el Estado duro. Así, toda salida es transitoria.

Como el afuera no se detiene, la puerta de salida nunca conduce al mismo lugar que se dejó. Les encerrades tampoco salen igual a como entraron, cargan con la culpa y la vergüenza de haber estado en los márgenes, en el encierro, ser delincuentes, loques, detenides. La salida del manicomio y de la cárcel es la vuelta a una vida que no se conoce. El encierro produce sellos simbólicos, marcas que se traducen en antecedentes penales e historias clínicas que obstaculizan los esfuerzos por recuperar algún espacio de la vida anterior. A su vez, los hogares no son los mismos, las familias cambiaron, las parejas se alejaron y les hijes crecieron en otras manos, en el mejor de los casos, manos cercanas. Las locas, las detenidas, las delincuentes cargan además con la responsabilidad de las tareas de cuidado. La recuperación de la libertad significa también volver a sostener a les hijes —o a pelear tenencias en el Poder Judicial— y ser, casi siempre, la única adulta a cargo de la familia y pobre. En sus casos, a la búsqueda de una vida posible después del encierro se le debe sumar el trabajo no remunerado en el hogar y las tareas de cuidado de les niñes o de adultes mayores. Obligación que, además, está cargada con la culpa de no haber estado presentes. Por todo esto y muchos otros obstáculos, sostenerse afuera es difícil. Muchas veces es más fácil volver a entrar.

Hay quienes alcanzan esa velocidad de escape, rompen la fuerza de atracción y vuelven a tener una vida en libertad. Lo hacen con la ayuda y la voluntad de personas valiosas. Suele ser un encuentro azaroso el que brinda las posibilidades para romper el ciclo. La apuesta por la organización de las personas liberadas aparece en los últimos años como un elemento novedoso que debe ser potenciado. El activismo de les liberades no solamente acompaña y contiene, es lo que permite que quien padeció el encierro se transforme en un sujeto político. La potencia que sus luchas pueden alcanzar en el armado colectivo se ve reflejada en la inclusión de organizaciones de personas usuarias en órganos creados por la Ley de Salud Mental. En la alianza con otres actores sociales puede estar el comienzo de un cambio que, desde las organizaciones y el Estado, genere las políticas y las herramientas para una verdadera libertad de les liberades.

autores

Teresita Arrouzet

Mariana Biaggio

Joaquín Castro Valdez

Macarena Fernández Hofmann

María Hereñú

Fabián Murúa

Macarena Sabin Paz

Ana Sofía Soberón

Manuel Tufró

Fabio Vallarelli

descargar
este capítulo
en pdf
compartir
descargar
este capítulo
en pdf
compartir