cels40 siglo21

Derechos Humanos en la Argentina

INFORME 2019

Grandes
despliegues,
mínimas
responsabilidades.

Obstáculos para investigar las consecuencias de los operativos policiales

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Varios factores obstaculizaron las investigaciones de la represión en el Parque Indoamericano y en La Carcova y de los asesinatos de Alan Tapia y Rafael Nahuel, entre otros hechos graves. Una combinación de formas de proceder del sistema judicial y del Poder Ejecutivo dificulta la investigación exhaustiva de las muertes, la atribución de responsabilidades y la reconstrucción de la verdad. Así, el Estado legitima la represión violenta y la irresponsabilidad política. más>menos<

Este capítulo fue escrito por Federico Efrón, Ana Adelardi, Juliana Miranda y Paula Litvachky, integrantes del Equipo de Trabajo del CELS. Agradecemos los aportes de Agustina Lloret, Victoria Darraidou, Manuel Tufró, Marcela Perelman y Ximena Tordini.

El 28 de noviembre de 2018, el juez federal de Rawson Gustavo Lleral cerró la investigación de la muerte de Santiago Maldonado y so­breseyó al único gendarme imputado. Su decisión puso fin a la única vía judicial que habría permitido conocer la verdad y atribuir responsabili­dades sobre el operativo de la Gendarmería Nacional Argentina (GNA) del 1º de agosto de 2017 en la provincia de Chubut. En septiembre de 2019, la Cámara de Apelaciones de Comodoro Rivadavia revocó el fallo y ordenó continuar la investigación de la muerte de Santiago Maldonado. Antes, en septiembre de 2017, el Ministerio de Seguridad de la Nación había clausurado los expedientes administrativos sin haber investigado la actuación de les gendarmes ni los daños ocasionados a la comunidad de la Pu Lof.

Lo que sucedió en el caso de la desaparición y muerte de Santiago no es un ejemplo aislado. En los últimos años, numerosas investigaciones judiciales no lograron esclarecer hechos de violencia ocurridos durante operativos policiales. En este tipo de episodios, una combinación parti­cular de formas de proceder del sistema judicial y del Poder Ejecutivo dificulta la investigación exhaustiva de las muertes, la atribución de res­ponsabilidades y la reconstrucción de la verdad. Ante los crímenes come­tidos en la represión en el Parque Indoamericano y en La Carcova, los asesinatos de Alan Tapia, Rafael Nahuel Salvo y Carlos Fuentealba y las privaciones ilegítimas de la libertad tras la Marcha Mundial de Mujeres del 8 de marzo de 2017, un conjunto de factores limitaron u obstaculiza­ron las investigaciones.

La decisión de les fiscales y jueces de no investigar, de hacerlo de ma­nera superficial, de recortar la realidad y las acciones de les involucrades aleja a la sociedad de una explicación sobre lo ocurrido durante esos hechos gravísimos. De esta forma, la valoración de los acontecimientos no es resultado de investigaciones serias sino de la interpretación de los medios masivos de comunicación y de las versiones policiales que, sobre todo a partir de diciembre de 2015, fueron avaladas por las máxi­mas autoridades políticas nacionales. Así, las intervenciones judiciales funcionan como legitimadoras de la violencia estatal que se despliega en los grandes operativos policiales. En un sentido aún más profundo, promueven la idea de que hay muertes que no merecen ser investiga­das, como si se tratara de vidas a las que el Poder Judicial les otorga menos valor.

1. Aval judicial directo o indirecto a la violencia policial

A la hora de investigar grandes operativos policiales, la respuesta predo­minante del sistema de justicia es legitimar la intervención violenta. En algunos casos, lo único que hizo el proceso judicial fue determinar que todo lo actuado por las fuerzas de seguridad fue legal y deslindarlas por completo de responsabilidades penales. En otros, legitimó el operativo y avanzó solo contra el funcionario que provocó la muerte o las heridas, aislando ese hecho del contexto en que sucedió.

Los operativos policiales son escenarios complejos en los cuales múlti­ples variables pueden consolidar la ausencia o la debilidad de un control político y judicial adecuado. Esta complejidad debería ser suplida por una mayor diligencia en la investigación y no, como suele ocurrir, ser usada como excusa para justificar la falta de respuesta. Algunos de los casos más serios de operativos policiales que terminaron con muertes o lesiones graves permiten reconstruir estas limitaciones y resistencias a investigar de manera exhaustiva.

En noviembre de 2018, el juez Lleral cerró la causa penal en la que se investigaba la muerte de Santiago Maldonado y sobreseyó al único imputado. En su fallo, el juez presentó esta muerte como un hecho ocurrido en un “fatídico instante de soledad”, cuando en realidad sucedió en un territorio ocupado por más de 50 agentes de la GNA. La señaló también como una circunstancia derivada del destino, aunque aconteció en el contexto de un operativo represivo irregular. Lleral aisló la muerte del joven del contexto en el que tuvo lugar afirmando que conectar ambas circunstancias era faltar a la verdad en pos de una “especulación espuria” que no respetaría las “leyes de la física”. Esta descalificación de cualquier intento de contextualizar la muerte es necesaria porque, de otro modo, el razonamiento es insostenible. Además, el accionar de la Gendarmería durante el operativo y en los días posteriores –que incluyó el entorpeci­ miento de la recolección de pruebas– no fue sancionado ni judicialmen­te ni a nivel disciplinario, en el ámbito administrativo.

El 7 de diciembre de 2010, Bernardo Salgueiro y Rosemary Chura Puña fueron asesinades por la policía en un operativo represivo en el Parque Indoamericano. Wilson Ramón Fernández Prieto, José Ronald Meruvia Guzmán, Jhon Alejandro Duré Mora, Juan Segundo Aráoz y Miguel Ángel Montoya fueron heridos. La investigación judicial re­construyó con precisión cómo los jefes policiales de la Federal (PFA) y de la Metropolitana coordinaron el trabajo para ejecutar la orden de desalojo a cargo de los primeros. Por el cruce de informes, órdenes de servicio, libros de guardia, declaraciones testimoniales y modulaciones, se pudo conocer dónde y cuándo se reunieron los jefes de ambas fuer­zas y lo que discutieron. Esto permitió conocer la cadena de mandos y asignar las responsabilidades a los jefes policiales de ambas fuerzas. También se pudo determinar qué agentes de la PFA dispararon a les vecines de la Villa 20 e imputarlos por el delito de abuso de armas. Pero luego, la Cámara del Crimen desconoció las pruebas y consideró que los jefes policiales y el resto de los agentes no tenían ninguna respon­sabilidad penal; todos fueron sobreseídos. La Cámara sostuvo que las muertes se habían producido por la exclusiva responsabilidad de algu­ nos oficiales y no cuestionó cómo se había ejecutado el operativo ni analizó la cadena de responsabilidades. Más adelante, una resolución de la Cámara de Casación –instancia superior jerárquica a la Cámara de Apelaciones– reabrió la investigación contra los jefes y los agentes. Tanto los autores materiales como los jefes policiales están ahora im­putados, pero nueve años después de los hechos aún no se realizó el juicio oral.

El 25 de noviembre de 2017, Rafael Nahuel Salvo fue asesinado en un operativo del grupo Albatros de la Prefectura Naval Argentina (PNA) en Villa Mascardi, Río Negro. El juez de primera instancia, Leónidas Moldes, realizó un análisis muy recortado de los hechos y desconoció pruebas, con el afán de atribuir legalidad al operativo de la PNA. El juez concluyó que lo realizado por el prefecto Francisco Javier Pintos, único imputado, había sido un exceso de legítima defensa en el contexto de un enfrentamiento con una comunidad mapuche. Más tarde, los jueces de la Cámara Federal de Apelaciones de General Roca descartaron la hipótesis del enfrentamiento y concluyeron que Pintos había cometido un homicidio agravado. Sostuvieron que los tiradores de la Prefectura excedieron la orden del juez que les había encomendado efectuar un re­conocimiento del terreno, porque se desplazaron y dispararon por fuera de la zona delimitada por esa disposición. A raíz de este incumplimiento, la Cámara dio intervención al Ministerio Público Fiscal por la posible comisión del delito de desobediencia.

La investigación sobre las muertes y lesiones provocadas por la repre­sión del 20 de diciembre de 2001 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) solo avanzó por la insistencia de las querellas que llevaron adelante las víctimas y las organizaciones que las acompañaron, ya que jueces y fiscales no la impulsaron. La desidia y la lentitud de les fun­cionaries judiciales y las estrategias dilatorias de las defensas a las que las autoridades no les pusieron límite, explican que tuvieran que pasar quince años para llegar a una condena judicial de primera instancia a los responsables políticos de mayor jerarquía. Por las deficiencias en la investigación, los autores materiales no recibieron ninguna conde­na. Más de tres años después, la Casación Federal todavía no confirmó la sentencia.

En 2007, el docente Carlos Fuentealba fue asesinado durante una protesta en una ruta provincial en Neuquén. El efectivo de la policía neuquina José Darío Poblete fue condenado por haber disparado una granada de gas lacrimógeno hacia el interior del auto que conducía Fuentealba. Pese a los esfuerzos de su familia para que el caso sea enten­dido como un operativo policial de represión de la protesta, el Poder Judicial neuquino nunca profundizó la investigación para detectar otras complicidades y responsabilidades. Esto requeriría que se citara a los agentes que quisieron encubrir a Poblete y a los jefes policiales que coordinaron el operativo. Doce años después, luego de que la familia recurriera a la Corte Suprema, el Superior Tribunal neuquino reabrió la causa.

Alan Tapia fue asesinado en 2012 mientras dormía en su casa del Barrio Mitre en la CABA, en el marco de un allanamiento realizado por el Grupo Especial de Operaciones Federales (GEOF) de la Policía Federal que buscaba capturar a su hermano. En la investigación se com­probó la responsabilidad directa del oficial Rodrigo Valente, pero el fis­cal del juicio, Eduardo Marazzi, solicitó su absolución. Argumentó que el GEOF “no estaba entrando en las Islas Seychelles”, en alusión al barrio donde vive la familia Tapia, dando a entender que se trataba de un lugar especialmente peligroso, lo que exculparía al policía. El Tribunal Oral convalidó lo solicitado por el fiscal, y absolvió a Valente. Luego, la fiscal de Cámara Gabriela Baigún y el entonces titular de la Procuraduría con­tra la Violencia Institucional (Procuvin), Abel Córdoba, acompañaron el recurso de la familia Tapia contra la absolución. De todos modos, la Cámara de Casación confirmó la absolución. La ejecución del operati­vo nunca fue analizada, ni tampoco se explicó por qué fue asignada al GEOF. Si bien la familia intentó que se investigara la responsabilidad de quien diseñó y comandó el operativo, el comisario Arnaldo Neira –jefe de Valente–, la fiscalía y el juez nunca lo hicieron.

Estas investigaciones comparten algunos rasgos que dificultan el escla­recimiento de los hechos. Al no analizar el contexto general de los ope­rativos –la cadena de eventos relacionados de las que muertes y lesiones son una consecuencia final–, les operadores judiciales solo indagan, en el mejor de los casos, en la responsabilidad de les agentes que ocasiona­ron el daño directamente, que dispararon, o golpearon. Con esta mira­da, la recolección y la producción de pruebas son dirigidas casi exclusi­vamente a encontrar a quien disparó. En las investigaciones, les jueces utilizan su poder discrecional para rechazar prueba relevante dirigida a evaluar la responsabilidad de participantes del operativo que no sean los autores del disparo. A veces, incluso omiten la valoración de prueba ya producida en la reconstrucción del hecho.

Los operativos policiales como escenarios complejos para el control judicial

Los operativos de las fuerzas de seguridad son una forma particular de despliegue del trabajo policial. Algunos se implementan como respuesta estatal a protestas sociales de distinto tipo –marchas, manifestaciones, cortes de calle–; otros, en situaciones multitudinarias como espectáculos deportivos o artísticos; otros, para intervenir en situaciones conflictivas como un desalojo o allanamientos; en otros casos, para las llamadas ta­reas de prevención generales como controles vehiculares. En general, los despliegues se realizan en situaciones que involucran a muches par­ticipantes e integrantes de las fuerzas de seguridad. Una parte de los operativos responde a una orden judicial, como en los allanamientos y los desalojos. En estos casos, se agrega una instancia de coordinación con las autoridades judiciales que dispusieron la medida.

Esta complejidad debería reforzar el deber de cuidado en la planifica­ción de los operativos, pero en la práctica ocurre lo contrario: aumen­tan los riesgos del uso de la fuerza policial. La intervención de diversos grupos, las órdenes amplias y confusas, las autoridades superpuestas, los armamentos de distinto tipo y la falta de registro de todo lo que sucede montan una trama que dificulta la reconstrucción de los hechos y la atri­bución de responsabilidades.

Las autoridades a cargo de los operativos los planifican de una forma especial ya que implican la participación de varias dependencias, la provisión de armamento y de vehículos, directrices específicas y la coor­dinación en tiempo real de los encargados. Les jefes policiales imparten las “órdenes de servicio” a las áreas que tienen competencia en materia de custodias, comunicación, planificación de servicios y reuniones pú­blicas. Además, informan a la jefatura de la fuerza. Sin embargo, esta planificación y la multiplicidad de actores y dependencias, a veces hasta de fuerzas de seguridad distintas, no queda nunca del todo bien registra­da ni definida, y las órdenes tampoco son precisas en cuanto a la cadena de mando. Les operadores judiciales no suelen asistir en persona a los operativos, aunque esto contribuiría a controlar cómo la policía ejecuta sus órdenes y a compatibilizar los derechos en juego.

Durante los operativos de mayor magnitud, les jefes policiales se reú­nen en una “sala de situación” desde donde hacen el seguimiento en vivo a través de los equipos de comunicación policiales y las transmisiones de los medios. Desde allí, se contactan con les oficiales a cargo de los opera­tivos en el lugar y luego elaboran partes informativos. La asignación de las armas, las municiones, el equipamiento y el listado con les agentes que participan deberían quedar plasmados en actas especiales que ase­guren que luego será posible reconstruir qué armamento portaba cada efective. Sin embargo, esto también es difícil de reconstruir por las resis­tencias corporativas a informar y la reticencia de las fiscalías o juzgados a buscar información.

La complejidad de los operativos exige que se preserven las modu­laciones y los registros fílmicos, fundamentales para investigar el com­portamiento de las fuerzas de seguridad. También son necesarias para establecer cómo fueron los hechos cuando se denuncian detenciones arbitrarias de manifestantes. La experiencia demuestra que la deficien­ cia de los registros coincide con las situaciones en que las detenciones son arbitrarias. Así ocurrió en los operativos del 8 de marzo de 2017 en el paro internacional de mujeres, del 18 de diciembre de 2017 durante la protesta contra la reforma previsional y del 26 de octubre de 2018 en la manifestación contra los recortes del presupuesto nacional.

El esfuerzo de la investigación recae en las víctimas y sus familiares

Ante las violaciones de derechos cometidas en el despliegue de intervenciones policiales, el Estado tiene la obligación de iniciar de oficio y sin dilación una investigación seria, imparcial y efectiva, y el Ministerio Público Fiscal, como su representante, debe encaminar su actuación a la búsqueda de la verdad. Las investigaciones nunca deberían depender de la iniciativa de las víctimas o de sus familias, ni de que ellas aporten prue­bas. Sin embargo, es lo que ocurre en muchos de los casos en que debe­ría investigarse el uso de la fuerza policial: el expediente no es impulsado por les funcionaries judiciales, quienes incluso llegan a pedir que las acusaciones realizadas por víctimas y testigos sean desestimadas. Por lo tanto, son les afectades por la violencia quienes deben promover la acu­sación y presentarse como querellantes en la causa penal. A nivel federal, existen ciertas áreas estatales como la Procuvin o la Dirección General de Acompañamiento, Orientación y Protección a las Víctimas (Dovic) e ini­ciativas puntuales como el programa de querellas del Ministerio Público de la Defensa nacional que acompañan y patrocinan a les familiares. Aun así, deben sobrellevar estos procesos con pocos recursos y superar la reti­cencia del Estado a investigarse a sí mismo.

En la Masacre de La Carcova, los policías bonaerenses Gustavo Rey y Gustavo Vega mataron a los jóvenes Mauricio Ramos y Franco Almirón, e hirieron de gravedad a Joaquín Romero. El operativo fue la respuesta al descarrilamiento de un tren de carga en José León Suárez y a la infor­mación de que había personas que intentaban llevarse la mercadería. Ante los primeros disparos con munición de goma, les vecines volvieron al barrio. Sin embargo, la policía no solo siguió con los disparos sino que comenzó a utilizar munición de plomo. Hay pruebas de que el comisario Víctor Hualde, de la seccional 4ª de José León Suárez, fue a la comisaría a buscar refuerzos de personal, municiones y una pistola de gas lacrimó­geno. Y de que al regresar, dio la orden de disparar el gas hacia donde estaban refugiados Almirón y Ramos. Rey tomó ventaja de que los chi­cos tuvieran que exponerse por la asfixia y les disparó. Almirón recibió siete impactos de postas de plomo, y Ramos, uno. La Unidad Fiscal de Instrucción nº 5 de San Martín cerró la causa contra Hualde, luego de rechazar cuatro veces la petición de las familias de Ramos y de Romero de que se lo citara como imputado y que la causa fuera enviada a juicio oral. Entre 2011 y 2018, con el patrocinio del CELS, Joaquín Romero y María Elena Ramos, madre de Mauricio, impulsaron una investigación que encontró tantos obstáculos que finalmente condujo a la impunidad de les responsables del operativo.

El 23 de noviembre de 2010, la policía formoseña reprimió una protesta de la comunidad Qom Potae Napocna Navogoh (La Primavera), en la ruta nacional 86, por el derecho a su territorio. Ese operativo vio­lento produjo la muerte de un miembro de la comunidad y la detención arbitraria de 24 personas, que fueron privadas de su libertad en condi­ciones indignas, incluso niñes y jóvenes de entre 4 y 17 años. La policía quemó 17 casas junto con sus pertenencias y causó lesiones a muches otres. Desde entonces la fiscalía de Clorinda impulsó causas penales solo contra los integrantes de la comunidad y no avanzó en ningún caso sobre el accionar policial. Los intentos que realizó La Primavera como que­rellante para que se investigara la responsabilidad penal de los agentes fueron rechazados en reiteradas oportunidades sin atender a la prueba existente ni a ningún pedido de producción de nuevas pruebas.

No hay control judicial durante el despliegue del operativo

La ley procesal exige que siempre que un hecho cometido durante un operativo policial pueda entenderse como un presunto delito, las fuerzas de seguridad deben comunicarse de inmediato con el juzgado de turno para informar la situación y recibir órdenes sobre cómo continuar. Sin embargo, distintos casos muestran que se produce una distancia tem­poral notable entre la intervención policial violenta y el contacto con el Poder Judicial.

Las autoridades judiciales suelen establecer en sus órdenes si habilitan el uso de la fuerza, aunque es raro que establezcan límites claros para la actuación policial. Esta amplitud se traduce en una discrecionalidad que potencia el riesgo de arbitrariedad policial en el terreno. La presencia de les jueces o fiscales en el lugar no es obligatoria, pero, según la magni­ tud y los potenciales riesgos de la ejecución de su orden, se trata de una práctica que podría prevenir hechos de violencia.

En el operativo en la casa de la familia Tapia por parte del agente del GEOF, no hubo control judicial en la ejecución de la orden de de­tención, ni se adoptaron recaudos por la edad del adolescente a quien debían detener. El juez de menores Enrique Velázquez había dispuesto la detención del hermano menor de edad de Alan Tapia. La orden para allanar la vivienda y detenerlo estaba dirigida a la División Homicidios de la Policía Federal, pero esta división convocó al GEOF, una unidad pre­parada para misiones de rescate de rehenes y casos vinculados al terroris­mo. Un grupo táctico cuyo entrenamiento y armamento acarrea riesgos desproporcionados cuando se utiliza en operaciones de baja compleji­dad, como efectivamente se comprobó en este caso.

En otros operativos, la actuación de las fuerzas de seguridad por fuera de la orden judicial produce lesiones y muertes, como ocurrió en el homicidio de Rafael Nahuel Salvo. Esto se corroboró también en el Parque Indoamericano, donde las dos muertes y los cinco heridos con balas de plomo tuvieron lugar por fuera del perímetro en el cual el juzgado había autorizado el uso de la fuerza.

Como un antecedente positivo, el “Protocolo de actuación judicial frente a ocupaciones de inmuebles por grupos numerosos de perso­nas en situación de vulnerabilidad”, aprobado en abril de 2019 por la Suprema Corte bonaerense, establece que al momento de ordenar un desalojo les jueces deben dar intervención a oficinas municipales y pro­vinciales competentes, como la Secretaría de Derechos Humanos y el Ministerio de Desarrollo Social. También indica que en la orden de de­salojo debe estar prevista la presencia de funcionaries gubernamentales y que debe indicarse de modo expreso que solo debe usarse la fuerza “en caso en que resulte indispensable y en la menor medida posible”. Con respecto al uso de la fuerza, el Protocolo ordena que “deberá efectuarse con el mayor cuidado de la integridad física de las personas que ocupen el predio”.

Un aspecto central de la investigación de hechos de violencia policial es determinar cómo se utilizó el armamento. Todavía hoy, es muy difícil controlarlo debido a las deficiencias organizativas y a la falta de decisión política de las autoridades para establecer registros y controles preven­tivos. Cuando han ocurrido hechos que deben investigarse, en muchos casos se comprueba la negativa, al menos inicial, a entregar el material probatorio a las autoridades judiciales.

En los operativos, la asignación de armamento es producto de una decisión de quienes están al mando. La directiva se debería plasmar en órdenes de servicio y debería también asignar personal capacitado para el traslado y custodia de las armas, para su distribución y para la fiscaliza­ción del armamento y de las municiones.

Por ejemplo, la escopeta calibre 12/70 suele utilizarse en operativos con munición de goma. Se trata de un tipo de armamento que requie­re de controles preventivos y la máxima diligencia judicial ya que ad­mite también munición de plomo. El cartucho expulsa, la mayoría de las veces, nueve perdigones de goma o nueve postas de plomo, que se dispersan con la distancia entre el disparo y el impacto. Además, tiene un cañón liso que no deja estrías en la munición disparada, lo que im­posibilita la identificación. Estas características tornan fundamental que estas armas sean fiscalizadas antes del operativo y, si ocurrieran hechos de violencia, exista una especial diligencia probatoria para establecer responsabilidades. Casos graves en los últimos años muestran que no se cumple ni lo uno, ni lo otro.

Desde 2002, a partir de los homicidios de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, diferentes normativas regulan o prohíben la portación de ar­mas y municiones letales en las manifestaciones públicas. Las primeras resoluciones fueron órdenes del día para los operativos por las marchas de los primeros aniversarios del 19 y 20 de diciembre de 2001. En 2004, una orden del entonces presidente Néstor Kirchner que prohibió la portación de armas desencadenó la salida del jefe de la Policía Federal Eduardo Prados y de la línea de funcionarios de justicia y seguridad: el ministro Gustavo Beliz, el secretario Norberto Quantin y el subsecretario José María Campagnoli. La PFA formalizó la prohibición de portar “ar­mas letales” en la Orden del Día Interna 184 del 2 de octubre de 2006. Tras la creación del Ministerio de Seguridad de la Nación, la Resolución 210/2011 estableció como criterio general que la policía no debe portar armas de fuego en manifestaciones, lo cual fue replicado en la Ley 5688 que creó la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Estas regulaciones mar­ can obligaciones funcionales y criterios específicos para jueces y fiscales al momento de determinar las responsabilidades.

La investigación por el desalojo al Parque Indoamericano permitió establecer que los disparos mortales y los que causaron lesiones fueron realizados por un grupo de 15 efectivos de la Policía Metropolitana, pero no se pudo determinar la responsabilidad del tirador individual. Ni la Policía Metropolitana ni el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Ciudad respondieron con información veraz sobre los agentes que participaron en el operativo, el armamento y la munición empleados. Hasta llegaron a aportar listados contradictorios sobre qué escopeta portaba cada uno. Las listas de personas afectadas excluían a efectivos que habían sido parte del operativo, incluso omitieron mencionar a uno de los máximos jefes presente en la sala de operaciones, el superinten­dente de seguridad Comisionado Mayor Miguel Ciancio. Todo esto de­moró la identificación de los involucrados y la posibilidad de atribuir responsabilidad por el operativo y por los disparos. Por eso, la jueza interviniente procesó a los 15 agentes de la Metropolitana por el delito de “homicidio y lesiones en riña”, que asigna responsabilidad a muchas personas por la misma muerte con una pena mucho menor a la de un homicidio común.

En la Masacre de La Carcova, Rey utilizó una escopeta 12/70. Los jue­ces del Tribunal Oral de San Martín lo absolvieron por el beneficio de la duda, aunque había otras pruebas que acreditaban su responsabilidad, como haber sido reconocido como el autor del disparo por un testigo. A fines de 2015, Casación provincial anuló la absolución y ordenó un nue­vo juicio, que hasta el cierre de este informe no tuvo lugar.

La falta de normativa que regule la provisión, acondicionamiento y uso de armamento en operativos se combina con las características de las armas que se utilizan habitualmente. Por estas razones, les jueces y fis­cales deberían encarar las investigaciones con una perspectiva integral, atenta al contexto, que permita determinar los hechos y las responsabi­lidades con medidas probatorias complementarias como la reconstruc­ción del hecho, de la posición de tiro y las trayectorias de los disparos, las declaraciones testimoniales y la inspección ocular.

La falta de identificación policial

Les agentes de las fuerzas de seguridad deben estar uniformades y con identificación visible cuando intervienen en un operativo. Este deber se explicita en la Ley 5688 de la CABA respecto de la Policía de la Ciudad, en la Orden del Día Interna 184/2006 de la Policía Federal, en la Resolución 210/2011 ya mencionada para todas las fuerzas fe­derales, y se deriva del principio republicano de control de los actos de gobierno. Sin embargo, en muchas oportunidades les miembres de las fuerzas no tienen identificación, y en ocasiones ni siquiera lle­van uniforme. Esto dificulta la reconstrucción de los operativos al mo­mento de asignar responsabilidad penal por los resultados. A ello se suma que las respuestas de las fuerzas de seguridad y los ministerios a los requerimientos judiciales sobre personal y armamento suelen ser incompletas, contradictorias o confusas. No parece atribuible a incompetencia burocrática.

La represión en el Parque Indoamericano en la que intervino per­sonal de la PFA y de la Policía Metropolitana muestra en qué medida la falta de identificación es un obstáculo para investigar las violaciones de los derechos humanos. En primer lugar, algunos federales estaban “de civil”, es decir, sin vestimenta o identificación que mostrara su per­tenencia a la fuerza. Un grupo de ellos disparó contra les vecines de la Villa 20. Como no estaban identificados, fue necesario hacer un reco­nocimiento a través de fotos y videos, y requerimientos adicionales a la Policía Federal, solo para establecer que se trataba de policías de esa fuerza y quiénes eran. Finalmente, la acusación pudo imputar a ocho de estos policías el delito de abuso de armas. De los federales que esta­ban uniformados, muchos no tenían identificación visible con nombre y cargo.

En la represión en el Hospital Borda en 2013, a la falta de identifi­cación se sumaba el esfuerzo por no ser fotografiados y filmados, algo frecuente en la fuerza de seguridad porteña. De hecho, un agente de la Metropolitana amenazó sin miramientos a un periodista mientras lo apuntaba con la escopeta: “Si me sacás una foto más te arresto”, le dijo. De todos modos, le disparó con munición de goma mientras se alejaba. En 2017, tras la marcha del Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo, la Policía de la CABA reprimió y detuvo de manera arbitraria y violenta a 15 mujeres y cinco hombres. Las mujeres fueron sometidas a requisas vejatorias, las obligaron a desnudarse y enfrentaron maltra­tos verbales. Muches de les efectives que participaron del operativo y realizaron las detenciones no llevaron uniforme ni oblea identifi­catoria. Algunes apenas tenían un chaleco perteneciente a su fuerza sobre la ropa de calle, que se ponían o se sacaban según las circuns­ tancias. Las órdenes de servicio incorporadas a la causa revelaron que existió una orden expresa de la Dirección de Operaciones y Servicios Preventivos para que hubiera “brigadas de civil” en la marcha. Es de­cir que el gobierno porteño violó la Ley 5688 de Seguridad Pública de la Ciudad de Buenos Aires, sancionada solo cinco meses antes del episodio. El efecto concreto de esta decisión son los obstáculos que atraviesa la causa penal contra el personal policial que intervino en las detenciones arbitrarias.

2. El Poder Ejecutivo: de la negligencia a la defensa corporativa Debilidades de las investigaciones administrativas disciplinarias

El Poder Ejecutivo también debe responder por las muertes y lesiones cometidas en operativos policiales. Los ministerios de seguridad a ni­vel nacional y provincial tienen que impulsar investigaciones adminis­trativas cuando existe la sospecha de irregularidades o incumplimientos policiales de manera independiente a la instancia judicial. Sin embar­go, esa obligación disciplinaria rara vez se efectiviza, lo cual deriva en la falta de control de la autoridad política y de colaboración en las investigaciones judiciales.

Una de las estrategias para impedir el control es supeditar el avance de las investigaciones administrativas al de la causa judicial. Es muy fre­cuente que las oficinas de Asuntos Internos, que deberían llevar adelante la indagación y sanción administrativa de irregularidades cometidas por miembros de las fuerzas, no avancen en sus tareas si las causas judiciales no lo hacen, aun cuando los elementos aportados en esas causas sean suficientes para ejercer el control disciplinario. Algunas gestiones como la de Asuntos Internos de la provincia bonaerense a cargo de Guillermo Berra o iniciativas de la gestión de Nilda Garré mostraron que el suma­rio disciplinario es central para posibilitar el avance de la causa penal y, también, que es posible decidir una exoneración o sanción por las faltas administrativas, aunque exista una imputación judicial. En este sentido, la Procuración del Tesoro de la Nación ha ratificado en sus dictámenes que el sobreseimiento penal no implica que la conducta de une funcio­narie no deba ser evaluada en sede administrativa.

El hermetismo en torno a las investigaciones disciplinarias se ve refor­zado porque su reglamentación no contempla la participación de vícti­mas o particulares con interés en la gestión del caso que puedan ejercer un control democrático. Este círculo de impunidad entre causa judicial y disciplinaria es usual.

El operativo en el cual murió Rafael Nahuel Salvo es un ejemplo de esta inactividad administrativa. El episodio estuvo rodeado de de­claraciones belicistas por parte del Ministerio de Seguridad nacional, que justificó el accionar desplegado por el Grupo Albatros durante lo que presentaban como un “enfrentamiento armado” a pesar de que el disparo fue por la espalda. Mediante un pedido de acceso a la informa­ción pública al ministerio, el CELS solicitó conocer las actuaciones ad­ministrativas de investigación para revisar la planificación y ejecución del operativo, y eventualmente sancionar a los efectivos que hubieran incurrido en faltas. En su respuesta, el ministerio sostuvo: “Cada uno de los hechos violentos motiva causas penales en donde investiga un fiscal y un juez interviniendo y corresponde a ellos las actuaciones”. Esto pretende ignorar que el procedimiento penal y el administrati­vo tienen autonomía y esconde un problema estructural: las autorida­des civiles a cargo de las fuerzas deciden no investigar a menos que el Poder Judicial avance en la causa y ello vuelva insostenible la ausencia de respuesta política.

Aun cuando se cursan investigaciones administrativas, las auditorías las llevan adelante, por lo general, enfocándose en los casos particula­ res desde una perspectiva casuística y únicamente sancionatoria. Por fal­ta de voluntad, capacidad o poder político, no construyen a partir del conjunto de los sumarios una mirada estructural que busque identificar patrones problemáticos en el accionar policial y delinear políticas para prevenir violaciones de derechos humanos.

La falta de avance administrativo implica el apoyo explícito o implícito de las autoridades policiales y/o políticas a les policías investigades. Es un claro mensaje de falta de colaboración a la investigación judicial que suele requerir de información, documentación y de la separación al me­ nos preventiva, de les agentes involucrades para avanzar correctamente. Al mismo tiempo, un aspecto fundamental es la identificación, regis­tro y evaluación de las situaciones problemáticas. La falta de construc­ ción de información de cantidad y calidad sobre los efectos del uso de la fuerza policial trasluce una mirada que no problematiza el empleo de la violencia en toda su complejidad. Debido a su recurrencia, el hecho de que no exista un abordaje específico para los casos más graves de uso inadecuado se traduce en una tolerancia institucional, en la medida en que muestra un desinterés por conocer las características específicas y los efectos concretos de estas prácticas. Los datos que algunas depen­dencias estatales han intentado producir son fragmentarios y disper­sos, se han discontinuado o no son de acceso público. Ello perpetúa la ausencia de políticas de control y reduce las respuestas estatales a reacciones esporádicas.

La recolección y análisis de información sobre el accionar policial no se reduce a relevar cantidades de intervenciones, también se obtiene in­formación sobre prácticas y rutinas de trabajo, las particularidades del uso de la fuerza policial en distintos contextos y qué elementos institu­cionales lo fomentan u obstaculizan. Esta información permitiría a las autoridades políticas y de las propias fuerzas reflexionar sobre los efectos lesivos de sus intervenciones para evitar que se reiteren violaciones de derechos humanos producidas por personal de seguridad. Justamente, los sumarios administrativos deberían servir a este propósito.

La defensa institucional de les funcionaries policiales

La labor policial implica potencialmente situaciones en las que une fun­cionarie policial pueda quedar expueste a ser acusade de cometer algún delito. El Estado define en estos casos que se les brinde una instancia de asistencia legal. Sin embargo, esto ha funcionado en la práctica como una defensa corporativa con capacidad de obstruir las investigaciones judiciales y/o administrativas.

La primera gestión del Ministerio de Seguridad a cargo de Nilda Garré reguló esta asistencia supervisando caso por caso cuándo otorgar­ la. Como norma, a su vez, no estaba permitida en hechos en los cuales el propio ministerio impulsaba investigaciones por irregularidades, ni cuando esta asesoría resultaba incompatible con el deber de investigar por vía administrativa (por ejemplo, cuando se cuestionaba el uso de la fuerza).

En la gestión de Patricia Bullrich, se volvió a amplificar el uso de la defensa institucional. La propia ministra se puso al frente de esa estra­tegia porque consideró que la autoridad política debía defender a les policías acusades para salvaguardar la labor policial. “No voy a tirar un gendarme por la ventana”, aseguró luego del operativo que ocasionó la muerte de Santiago Maldonado. Las investigaciones administrativas fueron limitadas y quedaron supeditadas a las decisiones de las fuerzas federales investigadas. Es decir, que no tuvieron relevancia como instan­cia de control político externo a las propias policías. La articulación de defensas institucionales y sumarios administrativos corporativos blindó a les policías, en particular a oficiales y jefes, ante cualquier posible atribu­ción de responsabilidad.

En la investigación de la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, la Gendarmería realizó una investigación administrativa a la vez que de­fendió a les gendarmes. La investigación administrativa fue utilizada para introducir información no chequeada y confusa al hábeas corpus y a la investigación penal, sin control de las partes. En un mes, el mi­nisterio cerró la investigación administrativa sin que ningune gendarme fuera sancionade. El organigrama del Ministerio de Seguridad potencia este esquema ya que tiene un “Director de Ordenamiento y Adecuación Normativa de las Fuerzas Policiales y de Seguridad” que, en los hechos, coordinó la estrategia jurídica del ministerio en las causas judiciales: de­fendió al prefecto Pintos que mató a Rafael Nahuel Salvo y al policía bonaerense Luis Chocobar, quien deberá enfrentar un juicio oral por el homicidio agravado de Juan Pablo Kukoc. Incluso impulsó una querella contra les testigues del operativo en el cual murió Santiago Maldonado. En estos casos, el ministerio legitimó el uso abusivo e irracional de la fuerza ante los tribunales, mientras que no revisó administrativamente el desempeño de sus agentes. Esto supone un mensaje a les integran­tes de todas las fuerzas federales y a les jueces y fiscales que pretendan investigar: alentó el uso desproporcionado de la fuerza y garantizó su cobertura institucional.

Las contradicciones entre el deber de investigación administrativa y el apoyo legal en las causas penales se agravan cuando además hay un apoyo político explícito a funcionaries que se encuentran o fueron some­tides a investigación judicial. En los primeros días de 2019, el Ministerio de Seguridad nacional creó el Programa Restituir para realizar acciones que contribuyan a

restablecer la carrera, remuneración y reputación del personal de las Fuerzas de Seguridad Federales, que hubiera revistado en servicio pasivo en virtud de un proceso judicial con motivo de un presunto exceso en el uso de la fuerza en los cuales hubiera resultado sobreseído o absuelto con sentencia firme y sobreseído en la correspondiente investigación administrativa.

El programa está a cargo de la Dirección de Prevención de la Corrupción y Ejecución de Pruebas de Integridad, la misma depen­dencia que tiene entre sus funciones evaluar sanciones administrati­vas “en materia de transparencia, ética, integridad y profesionalismo”. Esto obtura la posibilidad de cualquier control de la actuación policial y enfatiza la necesidad de fortalecer los mecanismos del Poder Judicial para investigar.

La intromisión del Poder Ejecutivo en las investigaciones

En algunos casos, las autoridades políticas entorpecen de forma delibe­rada las investigaciones judiciales y son parte del encubrimiento de la responsabilidad policial. Resultan ilustrativas en este sentido las conside­raciones de los jueces de la Cámara Federal de Apelaciones de General Roca que, en la investigación del asesinato de Rafael Nahuel Salvo, llama­ron la atención sobre esa intromisión indebida. Para los jueces el gobier­no nacional, a través del Ministerio de Seguridad de la Nación, construyó un relato falso de los hechos que buscó exculpar a los prefectos, sin espe­ rar el avance de la investigación:

El Ministerio de Seguridad ha asumido, en la actual gestión, un rol activo en la defensa irrestricta de los funcionarios de las fuerzas de seguridad involucrados en episodios bajo investigación judicial. […] con intervenciones que no toman en cuenta el trámite de las causas judiciales, sus tiempos ni las decisiones de los magistrados […] se publican declaraciones del más alto nivel cuestionando a la judicatura, o las medidas probatorias dispuestas o, lisa y llanamente, sentenciando –mediáticamente– que el o los funcionarios implicados no han cometido delito y que son inocentes.

Además, los magistrados remarcaron que, cuando declararon, los pre­fectos imputados replicaron este relato, lo que expresa un intento del ministerio de influir en la investigación:

Si ese anticipo, elaborado en la sede ministerial, se transforma en la columna vertebral del discurso del único imputado que se aviene a declarar, el asunto cobra mayor gravedad porque revela un franco propósito de condicionar el curso de la pesquisa delineando, de antemano, la versión de los protagonistas.

Una intromisión similar se verificó en la investigación del accionar de Dante Barisone, integrante del Grupo de Operaciones Motorizadas Federales (GOMF) de la PFA, quien pasó con su moto por encima del joven Alejandro Rosado que estaba caído en la calle durante la represión de la protesta del 14 de diciembre de 2017, contra la sanción de la refor­ma previsional. Según trascendió en la prensa, los intercambios de men­sajes mantenidos por Barisone y los abogados de la Dirección General de Asuntos Jurídicos de la Policía Federal muestran que sus defensores pro­ curaron abordar al otro policía que estaba en la moto ese día, antes de que entrara a declarar ante al juez federal Sergio Torres, aunque no con­siguieron hablar con él. El juez ordenó abrir una causa para investigar el encubrimiento del hecho, ya que el comisario a cargo del GOMF, Oscar Hipólito, que en una primera declaración había reconocido a Barisone como el conductor de la moto, luego declaró con inconsistencias y con­tradicciones para “dificultar la fehaciente identificación del autor de los hechos”1. El caso dejó entrever una trama de complicidades entre el equipo jurídico y las autoridades policiales para evitar la responsabilidad penal del efectivo.

También se ejercen presiones desde el Poder Ejecutivo hacia les jueces en materia de control de las fuerzas de seguridad. En los días previos a una segunda manifestación contra la reforma previsional en diciembre de 2017, la jueza en lo Contencioso Administrativo y Tributario nº 6 de la CABA, Patricia López Vergara, hizo lugar a una cautelar que solicitaba medidas de seguridad para les manifestantes. La jueza dispuso que les policías debían estar uniformades e identificades de manera visible, que no podían portar armas de fuego y que las armas “menos letales” debían utilizarse solo en última instancia y en condiciones que minimizaran los riesgos. El día de la marcha hubo un centenar de herides y 70 detenides. El presidente Macri brindó una conferencia de prensa en la que sostuvo que la jueza López Vergara había dejado “muy mal parado” al Poder Judicial argentino. El secretario de Seguridad de la Ciudad, Marcelo D’Alessandro, anunció que buscarían iniciar un juicio político contra la magistrada porque consideraban que se había extralimitado en sus funciones y que eso “debilitó a la fuerza” 2. Ese respaldo a la actuación en los márgenes de la ilegalidad y el encubrimiento de sus consecuen­cias no ocurre por omisión, sino mediante un compromiso activo de las máximas autoridades políticas, que es donde puede hallarse la solución al problema.

La normativa desconocida e insuficiente que regula el accionar policial en los operativos

La coordinación del accionar policial de las fuerzas federales no está regulada con rango de ley, lo que dificulta el monitoreo ciudadano y de los otros poderes estatales. Más allá del marco orgánico para cada fuerza policial plasmado en leyes formales, como la Ley Nacional 24 059 de Seguridad Interior o la Ley 5688 porteña, existe un déficit normativo importante sobre la regulación específica de la actuación policial y el uso de la fuerza, así como de los sistemas de control y las obligaciones y faltas funcionales. Aun con normativas más actuales como la Ley de Creación de la Policía de Seguridad Aeroportuaria o de la Policía de la Ciudad, la mayor parte de las normas que orientan el accionar policial concreto se encuentran dispersas física y temporalmente en resolucio­nes ministeriales o reglamentos internos, así como una parte sustantiva está contenida en órdenes que no se publican por fuera del ámbito de las fuerzas de seguridad. El quehacer profesional queda entonces re­gulado por un “saber policial” sustentado en esas regulaciones de bajo rango normativo, por las órdenes internas y por lo que se transmite por la experiencia.

También existen grandes lagunas en la normativa específica, aspec­ tos que están mal regulados o directamente no lo están, y mensajes de­liberadamente confusos de parte de las autoridades políticas sobre las reglas. Por ejemplo, el Ministerio de Seguridad promocionó a comien­zos de 2016 un “protocolo antipiquetes” contrario a los principios de la Resolución 210/2011 sobre actuación policial en manifestaciones, al plantear el desalojo automático de cualquier corte de calle y la persecu­ción penal de les manifestantes, entre otros aspectos negativos. A través de una acción judicial se terminó de esclarecer que el “protocolo” en realidad nunca había adquirido rango normativo y, por lo tanto, no po­día suspenderse su presunta vigencia. El texto difundido como un “pro­tocolo” había sido entonces un mensaje del gobierno para respaldar una actuación policial limitante de la protesta social y la tarea periodística llevada adelante en esos contextos.

A fines de 2018, el Ministerio de Seguridad nacional emitió reglamen­tos sobre el uso de armas de fuego y de descarga eléctrica que no regulan de manera exhaustiva el recurso a estas herramientas y tampoco brindan directrices para el uso de la fuerza en el marco de operativos. El CELS, entre otras organizaciones, ha cuestionado estas resoluciones porque en sus ambigüedades amplían los supuestos de uso de la fuerza por fuera de lo que marcan los estándares nacionales e internacionales en la materia. Por otro lado, el recurso a las llamadas armas “menos letales” que suelen utilizarse en esos contextos –gases lacrimógenos, camiones hidrantes, bastones tonfa, cartuchos de goma, marcadoras de pintura, entre otros– tampoco se encuentra protocolizado.

Estas lagunas normativas refuerzan la incertidumbre sobre el marco de actuación, tanto para las propias fuerzas de seguridad como para quienes deben evaluar la actuación a posteriori y para la ciudadanía en general. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) afirma que la “ausencia de un marco jurídico claro, debidamente difundido entre la población, y que constituya la base de la formación de los miembros de las fuerzas policiales […] favorece la discrecionalidad en la actuación de los agentes estatales”3.

A su vez, aunque parezca obvio que la normativa debe ser pública, no es lo más frecuente. En algunos casos, hay normas que no están publica­das. Por ejemplo, la Resolución 210/2011 del Ministerio de Seguridad de la Nación que estableció los “Criterios mínimos para el desarrollo de protocolos de actuación de los cuerpos policiales y fuerzas de seguridad federales en manifestaciones públicas” no se encuentra hoy en los sitios oficiales de información jurídica. Pese a la importancia del tema, las re­gulaciones internas y manuales de instrucción sobre el uso de la fuerza tampoco suelen publicarse en los sitios oficiales, ni se dan a conocer en forma pública. Esto repercute, a su vez, en la certeza jurídica sobre el marco normativo vigente.

Para la investigación judicial, es indispensable acceder y analizar la normativa y órdenes internas a los efectos de resolver si un hecho fue co­metido dentro de los parámetros autorizados para el uso de la fuerza o si merece un reproche penal. Ante la falta de publicidad, les jueces deben requerir la normativa vigente al Ministerio de Seguridad nacional o a las fuerzas, lo que supone una demora y una dependencia en la producción de la prueba que limita la actuación judicial. Esto puede resultar en un obstáculo mayor cuando les jefes policiales a cargo del operativo bajo investigación son quienes deben aportar la normativa específica. Como se la desconoce, los pedidos judiciales son abiertos y generales, lo que da espacio para que las fuerzas de seguridad o les responsables polítiques envíen documentación que no aporta la información necesaria.

3. Un deber irrenunciable

Las investigaciones sobre operativos policiales violentos que tuvieron consecuencias graves para la vida, la integridad y la vigencia de derechos muestran serias dificultades para evitar la impunidad. La resistencia e incapacidad del sistema judicial para reconstruir y analizar el operativo policial en su conjunto, así como para determinar el rol de cada une de les involucrades, tiene que ver con problemas que combinan resisten­ cias políticas e ideológicas con capacidades limitadas de investigación, inercias burocráticas, regulaciones defectuosas, fallas de diseño e imple­mentación de los operativos, e incumplimiento de las reglas de registro e identificación.

Cuando la intervención policial produce este tipo de violaciones al derecho a la vida y a la integridad física, existe para el Estado un deber reforzado de investigar que compromete no solo al Poder Judicial y a los ministerios públicos sino también al Ejecutivo y al Legislativo. Una investigación eficaz debe permitir establecer las responsabilidades por las muertes y lesiones para conocer la verdad y posibilitar la reparación del daño, pero también encarar una reconstrucción amplia del operati­vo que permita determinar las responsabilidades de quienes dieron las órdenes y decidieron ese despliegue policial violento.

No pueden desestimarse las violaciones a los derechos humanos co­metidas en el marco de operativos policiales como si fueran “daños colaterales” del accionar estatal. Para dar el mensaje de que no se habilita ni incentiva esa forma de represión, es preciso complementar las inves­tigaciones con otras medidas institucionales que busquen cambios en los modos de ejercer la función policial y de controlarla. Esto implica la revisión de normativas, rutinas, prácticas y circuitos administrativos, así como la decisión en sede judicial de atender aspectos como el uso de la fuerza y los límites de intervención cuando se dicta una orden judicial dirigida a las fuerzas de seguridad.

Si el Estado incumple su obligación de investigar de manera integral y exhaustiva las muertes y heridas cometidas por sus agentes, está legitimando la represión violenta, la prevalencia de condiciones de impunidad y la irresponsabilidad política. Es posible que, aun cuando se disponga a hacerlo, en ciertos casos haya dificultades para atribuir responsabilida­des penales. Sin embargo, incluso en esas situaciones el Poder Judicial debe asumir que una de sus tareas es establecer qué prácticas no son aceptables en un Estado democrático. El deber de no avalar muertes por las que nadie rinde cuentas tendría que ser irrenunciable.

notas

1 M. Angulo, “Los mensajes que revelan cómo se intentó encubrir al policía que atropelló al cartonero en los incidentes del Congreso”, Infobae, 27 de enero de 2018.

2 “El gobierno pedirá el juicio político de la jueza López Vergara”, Perfil, 20 de diciembre de 2017.

3 CIDH, Informe sobre seguridad ciudadana y derechos humanos, 31 de diciembre de 2009, párr. 121.

Juliana Miranda
Ana Adelardi

Equipo de Justicia y Seguridad.

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