El 18 de julio de 1994, a las 9:53 de la mañana, una camioneta cargada con casi 400 kilos de explosivos estalló en la sede de la AMIA en Buenos Aires. Ochenta y cinco personas murieron, más de 150 resultaron heridas. Dos años antes, la Embajada de Israel en Argentina había sido blanco de otro ataque similar, con 22 víctimas fatales. La conexión entre ambos atentados es indiscutible: la Secretaría de Inteligencia del Estado contaba con información sobre posibles responsables y la inminencia de un nuevo ataque. No sólo no previno la bomba de la AMIA, sino que fue parte del encubrimiento para no tener verdad.
Las consecuencias humanas del atentado a la AMIA fueron devastadoras. Familias rotas, proyectos truncos, vidas arrancadas. Pero lo que siguió fue también una tragedia institucional: un proceso deliberado de ocultamiento, manipulación y abandono que impidió que el país ofreciera una respuesta a las víctimas y a la sociedad.
Desde el mismo día del atentado, mientras todavía se removían escombros, ya se había decidido que no habría una investigación honesta. La causa quedó en manos del juez Juan José Galeano y de los fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia -todos condenados en 2018 por el desvío de la investigación y encubrimiento-, mientras tres grupos de inteligencia -dos de la SIDE enfrentados entre sí y la Dirección de Protección del Orden Constitucional de la Policía Federal- tomaban el control de la escena. Fue el inicio de un pacto de encubrimiento con consecuencias hasta hoy.
Hay dependencias estatales donde se conservan archivos secretos sobre el atentado y la investigación. Informes, escuchas, seguimientos, fotografías: material producido durante décadas por la SIDE y la PFA que permanece fuera del alcance del Poder Judicial, de las querellas, de la prensa, de las víctimas y de la sociedad. La apertura de esos documentos a toda la sociedad es una condición mínima para avanzar. No habrá verdad sin acceso a los archivos, ni justicia sin una precisa reconstrucción histórica.
Después de 31 años, la Argentina habilita la posibilidad de hacer un juicio en ausencia en el caso AMIA. Esto no refleja el avance de la justicia, sino su fracaso. Ahora, cuando finalmente se abre la puerta al juicio en ausencia, lo que comienza a aflorar es el funcionamiento de una maquinaria -en particular del Ministerio Público Fiscal- que empieza a ordenar y sacar a la luz información que siempre estuvo ahí enterrada pero nunca disponible. Información clave que provenía de la SIDE y de otras agencias de inteligencia extranjeras que nos enfrenta con preguntas clave. ¿Por qué si el grupo supuestamente vinculado al Hezbollah -también responsable del atentado a la Embajada y vinculado a la embajada de Irán en Buenos Aires- estaba siendo objeto de vigilancia y seguimiento pudo materializar el atentado y escapar sin problema? ¿Por qué la SIDE no compartió toda la información que tenía con el juzgado federal de Galeano? ¿Por qué el juzgado de Galeano con las máximas autoridades de la SIDE inventaron la conexión local contra los policías bonaerenses que pasaron casi ocho años presos y fueron declarados inocentes en 2004? ¿Por qué aún después de la anulación del primer juicio la investigación no se organizó seriamente contra el grupo hoy identificado como responsable y que podrá ser juzgado en ausencia? ¿Hay realmente pruebas para llevarlos a juicio o estaremos ante otro juicio lleno de mentiras? Si antes se pretendió armar una versión oficial sin pruebas serias para dar una respuesta social, hoy aparecen las mismas preguntas.
Incluso si la investigación no hubiera logrado traer a los responsables al país para juzgarlos, una respuesta seria apenas sucedido el atentado habría respetado el derecho a la verdad y a la justicia de las víctimas y de la sociedad argentina.
El juicio en ausencia deja expuestas las profundas falencias que arrastra la causa: el desastre investigativo, el uso político del expediente y la forma en que se degradó un caso que debía ser emblema de verdad y justicia. Hoy, al intentar poner en marcha este juicio, lo que se hace evidente es que no estamos ni siquiera cerca de contar con las condiciones necesarias para sostenerlo con seriedad. La información está dispersa, mal procesada y los años de encubrimiento siguen pesando.
El camino en busca de verdad y justicia por parte de los familiares de las víctimas empezó apenas ocurrió el atentado. Un grupo de ellos se juntó y creó Memoria Activa. Cada año se plantaron frente al palacio de Tribunales para que los vieran. En 1999, junto al CELS llevaron el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En 2005, el Estado argentino reconoció su responsabilidad internacional. En 2020, la CIDH sostuvo que el Estado argentino fue responsable de no prevenir el atentado, ni de garantizar justicia a las víctimas. En junio de 2024, la Corte IDH condenó al país por violar los derechos a la vida, a la integridad personal, a la justicia, a la verdad y al acceso a la información. La Corte Interamericana ratificó con esa condena que el Estado argentino no solo no esclareció los hechos, sino que fue el principal obstáculo para que ello ocurriera.
Seguimos buscando verdad y justicia.
Foto: Julio Menajovsky.