Un nuevo orden desigual: concentración del poder, desmantelamiento estatal y desprotección social

La transformación del Estado que promueve el gobierno argentino no es solo una “modernización” administrativa. Es un proyecto político de mayor concentración de poder y desigualdad, que pretende un cambio de régimen mediante procedimientos inconstitucionales.

Con el argumento de “liberar” el mercado y “ajustar” el gasto público, el gobierno impuso una reforma profunda del Estado y de la arquitectura legal, que implica un verdadero vaciamiento institucional. Esta reforma, implementada a través de la Ley Bases, el DNU 70 y decretos amparados en las facultades delegadas por el Congreso, elimina y restringe derechos y prestaciones estatales, y amplía y refuerza la violencia estatal.

Esta transformación no derivó de debates políticos amplios, ni involucró a ninguno de los mecanismos de participación democrática existentes. Por el contrario, se apoyó en herramientas extraordinarias de concentración de poder, convalidadas por el Congreso y el Poder Judicial. El Poder Ejecutivo Nacional pudo avanzar de esta manera gracias a decretos que no fueron revisados por el Congreso, que le delegó amplias facultades legislativas y le permitió intervenir en casi todos los aspectos de la vida social, económica y cultural. Lo hizo, muchas veces, eludiendo las restricciones de la Constitución -como las reformas por decreto de las fuerzas de seguridad y el sistema de inteligencia.

La habilitación política del Poder Legislativo

Uno de los pilares de esta estrategia fue legislar por decretos de necesidad y urgencia o decretos delegados. Es que a través de la Ley Bases 27.742, el Congreso declaró la emergencia administrativa, económica, financiera y energética y habilitó al Ejecutivo a legislar durante un año, facultad que tiene prohibida en condiciones normales. Además, con la justificación de la reorganización administrativa, el PEN avanzó por fuera de las facultades delegadas y en materias directamente prohibidas.

La aprobación de esta ley implicó, en la práctica, una abdicación del Congreso de su obligación constitucional de legislar y de controlar los decretos que el Presidente emite en esas condiciones. Las facultades delegadas habilitaron al PEN a reorganizar el Estado sin control legislativo real.

Hasta ahora el Congreso no revisó el DNU 70/23, que reformó o derogó más de 80 leyes, entre ellas la reforma del Estado, los derechos laborales y sindicales, el sistema de salud, el derecho a la tierra y el ambiente y la derogación de la ley de alquileres. No analizó el decreto que afecta a las personas migrantes (366/25), a refugiadas (942/24). Tampoco el que reforma el sistema de inteligencia nacional (614/24), o la Policía Federal Argentina (383/25). No revisó el decreto de eliminación del FISU (312/2025), ni el que afecta el derecho a huelga (340/25), ni la promoción y protección de la cultura nacional (345 y 346/25). Ni la modificación del carácter del Banco Nacional de Datos Genéticos, ni la eliminación de la Conadi, ni el traslado del Archivo Nacional de la Memoria (344/24). Tampoco revisó la derogación de la emergencia territorial indígena (1083/24). Y al filo de que se le termine la habilitación anual, el Presidente emitió una decena de nuevos decretos delegados que difícilmente el Congreso pueda controlar en los modos en los que actualmente está dándole tratamiento a estos casos. Después de este año, queda claro que la delegación consolidó un modelo de gobierno en el que el Ejecutivo define las reglas, negocia políticamente las reformas y esquiva la intervención formal del Congreso.

En nombre de la emergencia, Milei disolvió organismos, fusionó instituciones, reconfiguró estructuras, amplió facultades represivas y eliminó fondos destinados a políticas públicas fundamentales, sin pasar por el Congreso ni habilitar espacios democráticos de discusión. Tampoco el Poder Judicial avanzó en un control efectivo de la constitucionalidad de estos decretos. Esta lógica de gobierno y acuerdos políticos erosiona cualquier contrapeso institucional y deja a las personas afectadas sin capacidad de reclamo ni representación real.

Un Estado presente sólo para las grandes empresas

Las reformas que el gobierno de Milei emprendió hace un año y medio implican una transformación estructural de los objetivos y las funciones del Estado, en algunos casos contrarias a la Constitución. Es un modelo de protección mínima en lo social y de fortalecimiento punitivo.

En muchísimas áreas el Estado se retira o reduce su participación: se desmantelaron organismos regulatorios, se disolvieron fondos fiduciarios para el desarrollo productivo, la integración urbana, la protección ambiental, la salud, la ciencia, la educación y la cultura. Se eliminaron programas de vivienda, becas, asistencia alimentaria y microcréditos. Se cerraron o transformaron organismos que garantizaban derechos en áreas como salud sexual, violencia de género, diversidad cultural y acceso a servicios básicos. Los decretos de esta semana avanzaron en reformas estructurales o eliminaciones de áreas en salud, transporte y seguridad vial, economía, agricultura, industria, fondos fiduciarios y el cambio en las leyes orgánicas de Gendarmería Nacional, Prefectura Naval Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria y el Servicio Penitenciario Federal, que se suman al de la Policía Federal Argentina.

El Estado fortalece su capacidad de vigilancia y represiva. Concentra y privilegia fondos para las fuerzas de seguridad, el sistema de inteligencia y de control social. Da mayores facultades a las fuerzas de seguridad para hacer tareas de inteligencia y detenciones sin orden judicial, habilita a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) a tareas de inteligencia ilegal y vigilancia política. Amplió la posibilidad de intervenir en protestas, que pasan a ser consideradas delitos en muchos casos, y de realizar seguimientos en redes sociales. Este retraimiento de las regulaciones y prestaciones públicas y la expansión punitiva redefine el vínculo de la sociedad con el Estado: desprotección jurídica y exposición a la vigilancia y el castigo.

Al impacto social directo de la desigualdad estructural se suma otro importante a largo plazo: la pérdida de capacidades estatales para responder ante emergencias o planificar políticas. La desprotección ya es una realidad en los servicios de salud, en los precios de medicamentos, de los alquileres, de los alimentos y de los servicios públicos. A nivel federal, la desarticulación territorial consolida diferencias sustanciales entre quienes viven en distintos puntos del país. Pero a futuro también hay otro tipo de pauperización que es la que deriva de desfinanciar la educación, desinvertir en infraestructura o eliminar las áreas del Estado destinadas a producir conocimiento y desarrollo.

Un orden jurídico que no protege

El nuevo marco legal no se limita a desregular. En muchos casos, crea nuevas reglas que consolidan el poder de sectores concentrados. El Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), por ejemplo, otorga beneficios impositivos, cambiarios y jurídicos sin precedentes a empresas extranjeras. Algunos de sectores productivos incluidos en el régimen, como la minería o la industria hidrocarburífera, transforman los territorios de manera estructural. Estos impactos amenazan el modo de vida de quienes están asentadxs y viven ahí, cuando no son directamente incompatibles con la vida. Los términos de creación del RIGI crean condiciones jurídicas para blindar a las inversiones frente a la conflictividad social. El Estado renuncia, además, a controlar los impactos ambientales y de hecho sostiene que no hay cambio climático.

Desde el comienzo del mandato el gobierno buscó mermar los derechos laborales, debilitar la protección ante los despidos, restringir la negociación colectiva y limitar el derecho a huelga. Eliminó regulaciones que protegían a consumidores, inquilinxs, pequeños productorxs y comunidades indígenas.

Una deriva autoritaria

La delegación de las facultades legislativas, la convalidación política del Congreso de los decretos presidenciales y la falta de control judicial dieron al gobierno la posibilidad de concretar su deseo de destrucción y vaciamiento institucional y la desregulación de controles, prestaciones y derechos. A esto hay que sumar una propaganda gubernamental muy fuerte de deslegitimación de toda forma de organización colectiva y la intensificación represiva frente a la conflictividad social y las expresiones de disenso. La deriva autoritaria avanza sin obstáculos políticos ni institucionales.

Foto: Adrián Escandar