En los últimos días, militantes de La Cámpora fueron detenidas y acusadas de haber realizado una acción de protesta en la vía pública, frente a la casa del diputado oficialista José Luis Espert. Algunas de ellas fueron además trasladadas a una cárcel federal, lo cual irradia un mensaje para todxs: protestar es peligroso, mejor no hacerlo. El escenario en el que esto sucede es la privación de la libertad y proscripción de Cristina Fernández de Kirchner, situación que no debería normalizarse como si fuera un dato más.
La decisión de la justicia federal de aceptar investigar como delito grave un escrache profundiza la espiral de persecución política que comenzó a fines de 2023. Desde entonces, las organizaciones sociales fueron hostigadas, criminalizadas, desfinanciadas y sometidas a procesos penales. Los comedores populares y el trabajo territorial fueron objeto de campañas de difamación a través de los medios de comunicación y las redes. Lo mismo sucedió con las organizaciones de derechos humanos.
Algunas de estas prácticas –entre ellas el uso del derecho penal contra comunidades que luchan por sus tierras– no son novedosas ni exclusivas del gobierno de Javier Milei, pero sí observamos en esta etapa política la construcción de un engranaje de persecución que reúne distintas vías de acción estatal: un plan de inteligencia y vigilancia que es ilegal, reglamentaciones que restringen la protesta callejera que también lo son, represión policial reiterada, control a través del ciberpatrullaje, detenciones arbitrarias, el uso de figuras penales relacionadas con el terrorismo para aumentar el castigo, un clima hostil para la libertad de expresión. Hasta el momento, el poder legislativo no fue capaz de intervenir exitosamente en este devenir autoritario del gobierno. Y, como es evidente, algunos sectores del poder judicial son convencidos participantes.
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